Anécdota con partida
Hoy estoy feliz. El día está
nublado y hace un poco de frío. Odio los días nublados. Pero no me importa
porque es un día especial. En mi colegio vamos a celebrar “el día deportivo”.
Eso significa que no tendré clases. Sólo tendré que jugar y correr de un lado a
otro. ¿Cuánto me durará esa felicidad?
Mi profesor de educación física nos pone, a mí y a mis compañeros, a
trotar de un extremo al otro de la cancha de basquetbol. Así lo hacemos. Cuando
nos indica que hagamos una carrera entre todos, también le obedecemos. Corro lo más rápido que puedo, siento que
alguien me empuja por detrás. Caigo sobre mi rodilla y brazo derecho. El profe
me ayuda a levantar. La rodilla me arde mucho. El brazo no me duele para nada.
Es más, ni siquiera lo siento. Mientras me levanto, veo como el brazo se mueve
de izquierda a derecha sin control. Primera coincidencia del día: mi papá pasa
a unos metros de la cancha. Alzo mi otro brazo, el que aún responde a mis
órdenes, y llamo a mi papá. La razón por la que mi padre está en ese momento en
el colegio es porque mi hermana menor está en pre-escolar y esos pequeñines
entran una hora después de nosotros, los grandes de segundo de primaria.
Mi profesor nota lo que acaba
de ocurrir. Trata de calmarme. Estoy un poco inquieto, pero es que la rodilla
me sigue ardiendo mucho. Me levanta el pantalón azul de la sudadera. Veo un
círculo de sangre en la mitad de la rodilla. Me siento en la plazoleta dónde
algún día izaré bandera. Mi papá llega y pregunta qué ocurre. No logro escuchar
la conversación entre el docente y mi progenitor. Alguien llama al médico del colegio, pero aparece otro doctor.
Resulta ser el Doctor Bastidas. Lo conozco porque es el papá de uno de mis
compañeros, Luis Miguel Bastidas. No sé qué hace en este momento en el colegio si él tiene su clínica. Esa
es la segunda coincidencia del día. “Usted es el papá de Luis Mi,” le digo. Me
llevan a la enfermería. Teresita, una señora alta, que lleva todos los años del
mundo trabajando allí y cuya voz aguda me pone nervioso, me corta la manga de
la camiseta. Nadie dice nada. El olor a alcohol me está mareando. El cielo está
nublado y la enfermería ahora está mucho más oscura. El doctor Bastidas agarra
una caja de cartón, corta un pedazo, lo dobla en tres partes y lo pone
alrededor de mi brazo. Me pide que sostenga todo ese extraño artilugio médico
con la mano izquierda. Mientras tanto pienso, “no sabía que eso era estar
enyesado, creí que los yesos eran blancos, ¡maldita televisión!” Mi papá me
informa que debemos ir a la clínica a que me tomen una radiografía. Vamos a la
clínica Palermo, a tres cuadras del colegio.
“Puedes tener el brazo
partido”, me confiesa mi padre. No siento dolor. Creo que soy muy valiente.
Llegamos a la sala de rayos X, el encargado me solicita colocar el brazo sobre
una mesa para proceder con la radiografía. Veo que hay una cobija para que
ponga el brazo sobre ella. Tercera coincidencia del día: esa cobija es igual a
una de las que yo uso en mi casa. Es habana con una franja roja y otra negra.
“¿Esa no es mi cobija? ¿Tú la trajiste, papi?” Con un gesto, mi papá me da a
entender que no. Coloco el brazo sobre la cobija que parece mía pero no lo
es. El grito de dolor que sale de mi
boca y de mi alma significan que he mandado mi valentía al carajo.
Pierdo la noción del tiempo. No
sé si han pasado diez minutos, una hora, un mes. Alguien nos entrega la
radiografía. Volvemos al colegio. El doctor Bastidas y el médico del colegio,
observan la imagen blanquinegra.
“Fractura del húmero” dice uno de los médicos. No sé que es un húmero.
Más tarde me enteraré de que es el hueso del brazo. El médico del colegio pone a calentar agua. No sé con que la está
mezclando. Unos minutos después, llevo un cilindro blanco alrededor del brazo.
Pesa mucho. Esto sí es estar enyesado.
La televisión tenía razón. Ahora que lo pienso, en medio de todo, soy muy afortunado al tener a mi papá al lado.
Tener ocho años, un brazo partido y no estar con los papás, ¡uy! eso debe ser
muy duro.
Tengo la mano derecha hinchada
de tener el brazo en una sola posición. Debo tratar de abrirla y cerrarla todo
el tiempo para que la sangre circule. Me recetan un remedio para el dolor y me
mandan para la casa. Hasta ahora es mediodía.
Han pasado unas tres horas desde la carrerita en la cancha. Mientras
camino hacia la salida del colegio, veo a algunos de mis compañeros. “¿Se le
partió el brazo?” me pregunta uno de ellos. Debido a mi corta edad, no pienso
en decir cosas como “No, bobo, me estoy disfrazando de momia, pero poco a
poco”.
Me limito a asentir. “El que lo
empujó fue Dimas” me dice Rodrigo, mi mejor amigo de este año. Dimas Augusto H. De orejas grandes y nariz puntiaguda.
Será uno de mis amigos cuando estemos en cuarto de primaria, incluso lo invitaré a mi cumpleaños número
diez. Por ahora, lo odio con todas mis fuerzas y me esforzaré por recordarle,
en cuanta ocasión se me presente, que “una vez casi me mata”. ¿Por qué tenía
que empujarme en este día tan feliz?
Llego a mi casa y me siento
como en un cumpleaños. Están mis abuelitos, un primo que vive con ellos y una
tía materna. Todos me miran con una ternura que siento que me quieren dar una
mala noticia. Sólo es mi impresión. Todo está en orden. Bueno, no todo. Nos
sentamos a almorzar y noto algo raro. ¿Cómo puedo coger la cuchara para la sopa
si tengo el brazo inmovilizado?
Hasta ahora noto que estoy casi
inválido. “Si se hubiera partido el izquierdo, hubiera sido mejor”, dice mi
tía. Todos ríen, pero yo no le encuentro el chiste. Mi vida va a cambiar. ¿Qué
tal me quede así de por vida? Con torpeza, uso mi mano izquierda para tomarme
la sopa. Me demoro mucho. Me siento triste y un poco inútil. Todavía no existen
los canales privados de televisión. Sólo televisión educativa en las tardes.
Hoy no era un día de clases, así que trataré de leer algún cuento para pasar el
tiempo.
Ya casi es medianoche. Me
duelen la cabeza y el brazo. Trato de levantarme para decirle a mi papá que me
dé el remedio que me recetó el médico. El yeso es tan pesado que no puedo
pararme. Me desespero. Tengo miedo de hacer un mal movimiento y seguir
rompiendo el tal húmero. No me queda otra opción. Grito “¡Papi!” y casi un
minuto después, mi papá llega con un frasco y una cuchara de plástico. Me tomo
el líquido y me dice “¡miércoles! Ese es el remedio de su hermana”. Es un
remedio para el asma. Yo ya no lo tomo porque mi asma ha disminuido. “Al menos
no me va a dar tos esta noche” pienso. Mi papá se va y regresa con el remedio
que necesito.
Duermo bien. Me despierto y veo
que el yeso sigue allí. A partir de ahora, tendré que bañarme usando una bolsa
plástica para cubrir el cilindro blanco. No quiero que se moje porque nadie
querrá soportar un olor poco agradable. Debo tener una regla a la mano para
casos en los que sienta picazón.
Pero no todo es malo. Lo que
aún no sé, es que mis amigos me van a tratar con especial cuidado. Mis
profesores me ayudarán en los exámenes, e incluso, el yeso me salvará de un
pellizco de mi mamá, “por grosero”.
Creo que serán dos meses llenos
de emoción…
Dario A. Montalvo
Sept. 11 2006